La España que conocí


Un día pensé que la mejor forma de conocer España era vivir en ella.           Hoy, a 25 años de mi llegada, sigo pensando lo mismo, aunque la realidad supera cualquier ficción y dejan al Cambalache de Discépolo en un tierno cuento para niños.

Hasta hace poco los iberoamericanos nacidos en el continente americano teníamos a España en un ideario sustentado en la devoción, idolatría, respeto y cariño. Sentimientos adquiridos a través de los libros, en la escuela, y también mucho antes, en cada hogar donde se transmite el acervo cultural boca a boca, donde perviven las tradiciones heredadas de la época colonial.

Así aprendimos a cuñar el concepto de Madre Patria como algo grande y profundo, querido y respetado más allá de ciertos cuestionamientos históricos.
Ese ideario que conservamos en el baúl de los recuerdos se está diluyendo, difuminando, con peligro de extinción. En el último cuarto de siglo España ha pasado por una montaña rusa, con momentos de gran altura combinados con otros de descenso a los infiernos. Quizá sea una característica de su personalidad como país, pasar de ser una potencia, un imperio que dominaba los mares del mundo a una jaula de grillos donde impera la ley de la selva, alternando épocas de esplendor con otras de deterioro difíciles de explicar. Porque hay cosas que ni a los más eruditos encuentran fácil explicación, por ejemplo el misterio de la convivencia armónica de mil Españas en una, o de cómo es posible dilapidar tanta riqueza económica y patrimonial, como la sólida autoridad y prestigio moral de la que gozó en otros tiempos.

Por múltiples y variopintas razones España ya no es lo que era, como su clase política y gobernante que ha pasado de la nobleza y honradez a la falta de escrúpulos sin estaciones intermedias. Como tampoco la Iglesia es lo que era, en caída libre a pesar de los méritos de Francisco I.  ¿Y el pueblo?, tampoco es lo que fue, una  sociedad culta y refinada que exportaba costumbres y modales que sirvieron de ejemplo a muchas generaciones, para convertirse hoy en una guerra fraticidad entre comunidades y autonomías, en un conglomerado de tribus urbanas sin principios ni valores, que compiten por fama y dinero rápido. Con estupefacción vemos nombres que hasta ayer se escribían con mayúscula en la historia del país, como hoy agonizan envenenados de avaricia.
Quizá no seamos más que víctimas de las pseudo democracias, desnudas de ideologías y líderes fiables. Formas de gobiernos que esclavizan de otro modo, y que algún día tendremos que revisar.




Remontarnos a las páginas más lejanas de nuestra historia, ayuda a entender el presente, pero no despeja las dudas y sospechas del origen ilícito de muchas medidas adoptadas en el pasado, de leyes que profundizan y perpetúan las injusticias sociales. Aun con esos riesgos, conocer la historia es recomendable, necesario y saludable, tanto, como saber escuchar todas las campanas.

Contrastes y paradojas
Si en algún oído mis palabras suenan a reproche o decepción, nada más lejos de la realidad. A Dios gracias, la emigración tiene un plus de enseñanza (asignaturas extraescolares), que permite ver el mundo con un prisma diferente, ver horizontes despojados de utopías para seguir soñando pero sin despegar los pies en la tierra.
Porque cambiar, ha cambiado la Humanidad entera. Evolucionar evolucionamos todos, solo que a veces nos cuesta distinguir hacia qué dirección.

Alimento emocional
Algunos países como los nuestros, experimentan un estancamiento en su desarrollo, un considerable deterioro moral que carcome el interior de la sociedad sin que se note en la superficie. Como un ejército de termitas, que degradan el interior del cuerpo y cuando las descubrimos suele ser demasiado tarde.
Nunca me sentí el genio de la lámpara, ni un guru de la emigración, pero si algo aprendí en mi peregrinaje por estos mundos de Dios es que los males del hombre están dentro de cada hombre, junto a sus virtudes. Si te has pasado la vida cultivando relaciones humanas de calidad, si has sembrado respeto, afecto y cariño en cada paso que has dado, te harán menos daño los vaivenes sociopolíticos de tu país, de origen o de adopción.

En mi caso, vivo un eterno regreso a mi fuente afectiva argentino patagónica. Física, con el insustituible contacto piel a piel, y virtual gracias a las tecnologías de la comunicación. Mi dieta afectiva se nutre también de las nuevas relaciones, de los amigos nuevos que vamos haciendo por el camino. Esos que te adoptan como a uno más de la familia, que respetan tu dignidad, que no solo no cuestionan tu pasado sino que aprenden a quererlo como propio, que comparten tus penas y alegrías haciéndolas parte de sus vidas.



Sentimientos nuevos
Esa amalgama de sentimientos nuevos, que germinan y florecen en ambas orillas, tratada con más profundidad en mi libro “Argentina en el alma, España en el corazón”, es una sensación gloriosa que llena vacíos, que reconforta el espíritu, que cura heridas y recarga las baterías que nos permite mantener el paso. Son los sentimientos que nos mantiene firmes ante el suvibaja de la mareas, que equilibra nuestro umbral de tolerancia para diferenciar claramente lo aceptable de lo absolutamente intolerable.
Intencionadamente o no, estando fuera nos convertimos en puentes socioculturales, por donde regresamos a la tierra de origen, por donde recibimos la visita de familiares y amigos, con los que mantenemos la conectividad permanente con nuestro pasado. Pero también con más gente, con nuevos seres humanos, porque por suerte el mundo se achica cada vez más ampliando nuestro radio de acción y nuestra red de contactos.
Puentes por donde recibimos el néctar de la supervivencia, y los nutrientes necesarios para que nuestra existencia soporte mejor su insoportable levedad.


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